LA MATERIA BUENA
Una noche frente a esta
pianista y cantante que viene del jazz y rapea con una garganta transformer.
“Yo quiero llegar a improvisar sobre cualquier cosa con dignidad, como hacía
Miles, que todos los solos le sonaban hermosos”.
Fotografía Romina Emparán / Gentileza Julia Inés Ensamble
Por Valeria Tentoni
“Si ven cuatro raperas en escena,
tiemblen”, torea Julia Inés promediando el show, rodeada de sus invitadas
especiales. Ellas son Doble fea (Vaio y Jana), Gabi Zonis y Sofía
Trucco. No se les entiende la edad o no
la tienen o no importa. Están vestidas con calzas y gorras, sombreros, capuchas
y zapatillas deportivas altas que les comen las piernas desde los tobillos.
De frente al público de Vuela el
pez, club de arte de Almagro, componen un paredón extravagante. La defensa
de un área en la que hay varios arqueros capaces de atajar casi cualquier
pelotazo. Miguel Marengo en teclados, Manuel Aristarán en el bajo, Gonzalo
Chayle en batería, Julián en trompeta, y Dj Rol3x en bandejas –cubierto con una
remera donde se lee lo que funcionará por subtitulado permanente para la noche:
“The good stuff”.
Pero antes, bastante antes de que
sean cuatro chicas abrazadas en el centro de un swing imbatible, sacándose por
turnos kilómetros de palabras de la boca como ilusionistas que tragaron una
espada demasiado filosa, antes y después de despedirlas para terminar su
recital, fue ella sola al micrófono.
Y fue una topadora.
¿De dónde salió esta chica
maremoto? Vestido negro provisto de aletas plateadas que caminan su silueta
mordiendo estratégicamente la lycra, lunar a la Marilyn (esa salpicadura
malévola sobre los labios). ¿Quién es ésta que turna en su garganta a Erykah
Badu y a Kanye West, esta contorsionista vocal?
“Yo escuché toda la vida jazz, de todos los tipos y
formas. En un momento encontré Doo bop de Miles Davis y no tuve vuelta atrás.
Me di cuenta que Miles nos había dejado todo el camino libre para que se
concertara el inicio del hip hop, que el jazz y la música negra evolucionó para
ese lado. Y se me voló la cabeza. En otra instancia, esa música tiende a ser
modal. Tiene dos tonos y podés tocar cualquier cosa arriba. Eso es lo que a mí
más me emocionó, que era música donde los instrumentistas podían improvisar en
vivo lo que tocaran siempre que hubiese un acorde base de regla”, así se va a
explicar al otro día, por e-mail, ante mi pregunta.
Pero ahora Julia Inés sube los
tres escalones que separan al público del escenario para desparramarse en ese
colchón de groove que le prepararon sus amigos un rato antes. “¡Aplausos para
estas bestias maravillosas!”, grita. El bajo acomoda un horizonte grueso y
efectivo: lo ejecuta un tipo altísimo que meses atrás estuvo lanzando un
satélite en Bariloche. Julia Ponce vive en Neuquén. Viajó todos esos kilómetros
para tocar hoy en Buenos Aires.
“Mañana salimos temprano a la
ruta”, dirá al final, en la puerta, despidiendo a Manuel Aristarán, quien
bosteza ahora que el bajo ya no es un animal incandescente sino una mascota
dormida en su estuche.
Pero Julia no desconoce la selva
en la que aterriza. Nació en la Capital, donde estudió piano, canto y
teoría musical. También estudió Performance en la Escuela de Música Contemporánea –Berklee
International Network–, donde realizó su especialización en jazz y música del
Siglo XXI. De todo ese cóctel –y, seguro, de mucho más–, sale esta guerrera.
–¡Nos quieren quietos, también callados!
–repite a los gritos, y pide al público cumpla con coros sobre los que surfear.
Y el público cumple. Carajo, sí que cumple.
La avenida Córdoba en trasnoche
de sábado no ofrece demasiada resistencia. Nadie podría adivinar que esa
puertita antigua, igual a todas las puertitas antiguas de Buenos Aires, puede
llevarte a los altos de un pequeño paraíso indie. Las paredes de Vuela el pez están
cargadas de colores y dibujos. Hay stickers circulares pegados a los azulejos
donde se promocionan talleres de literatura, yoga, teatro y danza.
La construcción es vieja, la
manera de habitar un lugar así no es nueva. Hay decenas de espacios culturales
en esta ciudad que intentan el reino del revés en casas chorizo centenarias con
banderines, cortinas de luces de navidad, baldosas ancestrales (mandalas que
estaban ahí antes de que acá se supiera con qué se come eso), cañerías
soportando su edad con una elegancia que a veces se interrumpe, pizarrones
donde se ofrecen menúes vegetarianos. Pero todos los que llegaron hasta ahí,
repartidos en mesitas y sillones retro o fumando contra la pared, parecen
decididos a estar donde están. Y no parecen equivocados. Vuela el pez se
convirtió, desde hace un tiempo, en un divino globo de helio del que colgarse.
¿Quién
te dio permiso para enamorarte? Ciertamente, no fui yo. Julia pasa del soul al rap, sube y
baja en vuelta carnero, hace una pausa y es otra, se multiplica y se superpone.
Sus falsetes hacen aullar a un grupo que empantana el camino de la camarera. La
trompeta se abre paso: una víbora ondulante que penetra el aire y se disemina.
Su potencia cubre como una manta los brindis, las pequeñas conversaciones, el
chico que no tiene cambio en la barra, el movimiento de los que llegan tarde.
Sonríe
con los dientes al aire, mira a Dj Rol3x y lo deja hacer. Él presiona con las
yemas de sus dedos las bandejas, aprieta un auricular blanco entre el hombro
derecho y su oído. Su remera mantiene el eslógan de la noche al frente.
Tirarte
al piso también podría / disimuladamente, como colmillo que se clava como
diente. / Se siente / lo que podría hacerte / de una dos o tres maneras
diferentes. / Como extrapolar el corazón hacia la mente. Cuando se planta y empieza a mover
sus manos a la karateca, y su voz vuelve a esos graves monocordes muy pegados a
la tierra para recitar, es otro el costado del público el que arenga. De ahí
van a salir sus invitadas.
Te
imagina, te imagina / y aprieta la entrepierna / por miedo de que el sexo se le
caiga en la vereda. Ahí
está Girondo, mixturizado en la
voz de “Toti” Trucco, rubia delgadísima bajo un sombrerito que desde el fondo
parece colorado, o es la gelatina del tacho de luz o son los pájaros nadando.
Todo
está en rándom. Los músicos parecen capaces de hacer sonar lo que se les
antoje. Y de mezclarlo y pervertirlo y devolverlo al estándar como nuevo. Un
auto que se le roba a papá sin que se entere, que regresa sin magullones a la
cochera y que encienden al otro día como si no acabara de ser apagado.
“La música que armé esté hecha para que
todos improvisemos en vivo lo que queremos. Las bases no están cerradas, lo que yo canto está abierto y
es como jugar arriba de los modos y las armonías. Gran parte de la música es
improvisada porque no tenemos tiempo para ensayar ni juntarnos, yo vivo lejos y
los chicos laburan mucho. Entonces
había que hacer un formato de música que permitiera que nos juntemos y sonemos
así de una. Los géneros musicales están ahí para reventarlos todos, la música
está ahí para hacerla propia y hacerla sonar con el corazón. Yo no podría decir
hago ésto o lo otro. Yo quiero llegar a improvisar sobre cualquier cosa con
dignidad, como hacía Miles, que todos los solos le sonaban hermosos”, termina
de explicar en ese correo.
Julia
baja del escenario antes que los músicos.
Sabia,
los dejó ahí macerándose durante un rato antes de subir. Un motor que se
calentaba y que la llevó a destino. Y ahora los deja enfriándose, saliendo de
su epilepsia colectiva de a poco, en un fade out renegado que preferiría no
tocar el silencio nunca.